Cecilia Porras Sáenz —quien prefiere llamarse llanamente “Lía”— es una artista guatemalteca crecida en el exilio mexicano. De mente geminiana, ha explorado distintas facetas artísticas, diluyendo las fronteras transdisciplinarias. Su ser artístico encara la realidad sin conceder reverencias gratuitas ni autoengaños. Igual a Dylan Thomas, la pelota que Lía arrojó cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo. En esta entrevista, carente de las extrañas solemnidades del mundo artístico, nos platica un poco de su infancia y adolescencia en México, de sus influencias y de su ondulatoria trayectoria.
Naces en…
Yo soy guatemalteca, pero me fui a los 8 o 9 meses…
A México, ¿cierto?
Pasé por Costa Rica y Nicaragua, pero sí, llegué a México. Desde que tengo memoria, en México, lo que yo recuerdo es ir caminando a la escuela de danza… Y me gustaba mucho ponerme encima de unas ventanillas del metro en la calle que sacan aire y mueven las faldas, los vestidos… Ya sé que Marilyn tiene una foto así, pero yo no conocía a Marilyn Monroe, sólo era porque se veía lindo eso. Tendría cuatro años, estaba haciendo danza, y creo que el hecho de hacer danza tenía que ver con que, desde que tengo uso de razón, era muy imaginativa. No sé si era eso, o por el contexto o algo así, pero yo vivía como en mi propio universo.
La onda es que hice danza como diez años y eso me determinó mucho, por ejemplo, para encontrar el teatro mucho tiempo después. Porque la danza me atravesaba completamente; iba a clase, pero en la noche me metía al cuarto y podía estar dos horas bailando sola. Estaba muy clavada en esa dimensión que produce la danza en el cuerpo, y creo que es un tipo de inteligencia que después se mezcla con otras cosas, la inteligencia corporal. Y me he dado cuenta, no soy bailarina ahora pero recurro mucho a algún saber corporal que seguro viene de ahí…
Recuerdo, por ejemplo, tu obra Noche llena de pájaros, que tiene un trabajo corporal muy exigente, y es, incluso, algo que haría un bailarín de danza contemporánea.
Sí, eso nunca lo solté, el trabajo corporal. De los cuatro a los catorce años hice danza exclusivamente. O sea, estuve a punto de irme a un internado de danza, a una compañía de danza y volverme bailarina, pero platicando con mi mamá me decía «mira, las bailarinas… No te voy a poder ver nunca, no vas a poder comer chocolate»; me decía cualquier cosa, por miedo.
Es que es como ser atleta, ¿no?
Sí, pero es que, te digo, podía pasar horas… Entonces, hubo un par de maestros que decían que me integrara a la compañía de danza… Eso hubiera sido… Pero no. Más tarde pasó que sufría una especie de dolores en el cuello y vértigos al hacer las piruetas…
Después viene el teatro, ¿cierto?
Ummm… No. A todo esto, yo también dibujaba. O sea, me encerraba a bailar y cuando terminaba me ponía a dibujar. También entré a una escuela Waldorf, en las que te enseñan a sembrar, a hacer comida…
Digamos que tuviste muchos estímulos.
Sí, también. Creo que de todos modos uno elige su camino, o ya está tu camino dibujado. Porque, obviamente, estudié con muchas personas que no son artistas, pero yo sí lo sentía desde que era niña: era mi lugar. Entonces, cada cosa que me aparecía enfrente iba a ser utilizada para ello. Lo recuerdo en mí desde siempre.
Pero sí, todo suma. Mi mamá, tal vez estaba en el exilio, pero pensaba «¿a qué los meto?», «¿qué les gusta?». Mi hermano probó karate; yo dije danza. Y luego dibujaba y escribía mucho; creo que tal vez esa fue la siguiente parte fuerte, escribir cuentos y otras cosas.
¿Has publicado algo escrito?
Artículos, sí.
¿Poemas, cuentos?
Un poema mío está publicado, pero de muy chavita; lo escribí cuando murió Mario Payeras, y está publicado en esta revista, cómo se llama… Es una revista conocida de la época, pero no recuerdo el nombre ahorita.
¿En México?
La revista era de acá. En México tengo publicadas algunas cositas. Pero es a lo que menos fuerza le he puesto. Hice un artículo sobre el libro Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez. Me gustó mucho hacer ese texto.
Salió hace poco ese libro… ¿No? Un par de años…
El artículo salió en la Revista de la Universidad de San Carlos, hace tres… dos años… Y es de unas cuatro o cinco páginas. Pero como fue después de la pandemia, no salió impresa la revista [Edición No. 51].
Ya suprimieron esa revista…
Sí… Lástima… [gestos de desilusión resignada]
La cosa es que yo siempre bailaba, dibujaba y todo, y en la escuela becaban niños. Yo tenía media beca —en todo esto de que mi papá estaba en la clandestinidad… pues, mis abuelos intentaban ayudar pero no había líneas para hacerlo—, y para Navidad, para los cumpleaños y eso, había que hacer tarjetas y esas cosas, entonces, desde siempre fue como «¡Que las haga Cecilia, que las haga Cecilia!», y me tocaba; me podía pasar horas, llegaba la hora de salida y yo seguía ahí, feliz.
¿Fuiste la más artista de tus hermanos?
Todos lo son, a su manera, pero yo soy la que más se ha dedicado a eso.
Igual, cómo te diré… Yo no soy una artista contemporánea. No tengo nada de actual. Soy una especie de infante permanente. No sé, cuando veo pinturas con técnicas muy locas, por ejemplo, como de luces digitales muy elaboradas, no sé nada, no entiendo nada.
¿Dices que el tuyo es un arte más intuitivo?
Pues, sí.
Digo, tu arte plástico…
Ah, ya… Sí, hay una diferenciación, por lo menos respecto a mi trabajo. Pues, si ves el arte visual de muchos artistas es megaconceptual. Y, en cambio, ves el teatro de muchos teatreros, y casi siempre es completamente didáctico, tiene poco de conceptual, es muy claro, específico…
Tu teatro sí es conceptual… Creo que se diferencia bastante de lo que hacen otros teatreros de Guate.
Sí. Para mí el teatro es conceptual. Pero no hay que generalizar, el teatro también está cambiando en el país; se están haciendo cosas nuevas.
¿Crees que hay una temática o un hilo conductor conceptual en tu obra?
En los primeros años de pintar, yo te diría que no. Veía los lienzos y todo era posible, salía lo que fuera. Mi primera exposición la hice cuando tenía 21 años, y me dijeron «güey, aquí parece que hubieran expuesto cinco personas diferentes», y entonces yo decía «ah, pues entonces soy una gran cabrona y una súper chida…», y me dijeron «no, todo lo contrario…».
Ja, ja, ja…
Mucho tiempo he peleado con los parámetros del arte visual…
Te podría decir que desde 2019 empiezo a tener un interés temático dentro de las artes visuales, que ahorita se está rompiendo… Y con ahorita me refiero a hace un par de meses…
¿Qué temática es?
No sabría decir exactamente qué temática… Se llamó Trópico peluche la primera exposición. Hay elementos del trópico, hay personajes humanoides en una especie de disfraces de peluche, hay figuras geométricas que pueden estar sólo flotando sin importar que no sean nada…
El hecho de que se llame “peluche” lo hace medio Kitsch, ¿no?
Yo creería que sí hay algo Kitsch, pero no del todo, ¿sabes? El Kitsch tiene una estética bien definida y, en general, no me siento una artista muy definida, ni tengo un grupo de artistas con quién dialogar, o un público específico. Entonces eso trae muchas inseguridades. Depende desde dónde dialogas contigo mismo.
Fue a partir de un lugar que visité aquí en Guate, que se llama el Jiote, donde vi que unas casas de gente opulenta eran invadidas por los manglares; ahí empezó a aflorar esta idea del trópico… Ahora, sobre los peluches, antes había hecho una obra de teatro con disfraces de peluche…. (El teatro me dio muchas herramientas para pensar, porque de alguna manera mis ideas siempre están flotando) Entonces, después de un rato haciendo teatro, volví a la pintura y miraba mucho más el espacio, los elementos en el espacio y los personajes; ya no como una especie de retrato del alma, sino estas representaciones de humanos disfrazados de peluche en el trópico. Cuando hice en teatro una adaptación de un cuento de Monterroso (“Primera dama”), los personajes políticos y todos sus discursos dichos como si todo fuera tan serio, tan inamovible, chocaban con esta cuestión de los personajes disfrazados de peluche.
Hay una suerte de caricaturización de lo real, ahí. ¿Habías pensado en eso?
No, no había pensado en eso. Pero sí es posible que haya una caricaturización de lo real.
Recuerdo este cuadro tuyo de la tigra que tiene las uñas pintadas… Es como una caricatura de una tigra solemne. Siento que hay un simbolismo detrás, ahora que lo explicas con esto de los peluches. Como burlarte un poco de la realidad, también.
Probablemente.
Tal vez es una especie de broma oscura o un poco ácida… En la pintura nunca sé bien qué estoy haciendo; si me detengo mucho a pensarlo, no hago, entonces no me gusta pensar mucho la obra. Distinto pasa con el teatro: es un proceso muy largo para llegar a una sola obra. Pintar implica que todo un cuerpo de obra hable, entonces todo ese cuerpo de obra es un proceso pero no tan largo como el del teatro, en donde tengo que estudiar libros, ver videos, tener estímulos sonoros, musicales, olfativos, etcétera. Todo esto, finalmente, también me llevó a la instalación, que es una especie de espacio intervenido por estos sentidos, pero con la ausencia corporal del llamado “actor”, porque de algún modo las personas que entran pasan a formar parte de esa pecera, o de esa escenografía, y son tanto espectadores como actores de esa obra.
Y te hablaba de los procesos porque eso es parte de lo que hace mi transdisciplinariedad —como le dicen ahora—: los procesos distintos me nutren. Entonces, por ejemplo, el teatro es este diálogo con otras personas, en el cual su pensamiento —o nuestro pensamiento— se va haciendo una escultura de pensamiento, de leer, de buscar con el cuerpo respuestas a temas tan profundos que tampoco busco responder, sino, en todo caso, generar más preguntas a través de la fuerza de la incomodidad y la contradicción. Esta fuerza te saca de un lugar y te permite la visión de algo que no sabes qué es; si te da curiosidad, vas a indagar, y en ese sentido pienso en el espectador también como un creador.
En los cuadros puede pasar algo similar, aunque no lo había pensado así; actualmente son espacios con geometrías y plantas, o piscinas, que me remiten a lugares abandonados por los humanos, pero donde siempre hay un humano, que probablemente está vestido de peluche, o es un animal-humano, y entonces eso me recuerda al mito: cómo los humanos hemos respondido a la inmensidad de la realidad a través de inventar historias, pero que son inventadas mediante muchas percepciones: la palabra, la intuición. La percepción tiene tantos matices que aquí podríamos pasar horas intentando siquiera enumerarlos…
Tal vez eso ocurre en los cuadros. Y ahora busco también involucrar mi cuerpo en lo pictórico, para permitir que el gesto manifieste más allá de la atadura del pensamiento; cómo traer esa parte del teatro a la acción de pintar, el hecho de considerar mucho más el espacio en una pintura.
Me extendí un poco, pero creo que eso puede resumir esto de la transdisciplinariedad…
FIN
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